Los abuelos de la nada

Mi niñez supo de pájaros y duendes que revoloteaban en aquel límpido cielo de un tiempo que se ha quedado arropado en brazos de la nostalgia. En ese tiempo fragancias silvestres acudían al patio de la abuela Pilar y del abuelo Agustín Velázquez.

Sociedad 02 de febrero de 2021 Héctor Ponce - Atilra
Abuelos de la nada

Ellos ya no están, pero la muerte no ha podido ni con los pájaros, ni con los duendes, ni con aquella fragancia a poleo que aún suelo sentir en noches de interlunio cuando entrecierro los ojos.

En mi vida hubo gente que me habló mucho y no me dejó nada. En cambio, de mi abuela Pilar, que hablaba solo lo necesario y sin levantar la voz, aprendí que era posible encontrar la sabiduría en una anciana de ojos claros y modales sencillos, que me dejó enseñanzas a fuerza de ejemplos y amor. Su carácter era el opuesto al de mi abuelo Agustín, que, generosamente verborrágico, hablaba siempre en voz alta y se reía mucho, a mandíbulas batientes, como pregonaba un slogan circense de la época. Sus sonoras carcajadas podían escucharse a varias cuadras de distancia.

Yo tenía una extraña relación con mi abuelo. Se me asemejaba a un saltimbanqui un tanto ridículo por su edad, y no me parecía (y de hecho no lo era), un tipo serio; quizás por eso yo no le profesaba el respeto que se le solía tener a las personas mayores en aquellos tiempos. Aun hoy recuerdo esa siesta en la que él estaba afuera de la casa, sentado en una silla con los pantalones arremangados lavándose los pies en un fuentón de chapa. Me tenté y le arrojé una tuerca que le pegó de lleno en la tibia. Quiso correrme, pero el dolor del impacto se lo impidió, y mientras me insultaba yo lo observaba guarecido detrás de una planta de granada, atento por si se recuperaba y me tocaba a mí salir corriendo.

Contrastando con la tez clara de mi abuela él era más bien morocho, de cabellera canosa y rebelde que trataba de domar, con pobres resultados, untándosela con gomina Glostora. La nariz aguileña y la boca torcida como consecuencia de una parálisis facial que había sufrido completaban la morfología el rostro de ese «Rebelde sin causa», que en modo alguno se parecía a James Dean, más allá de que tampoco mi abuela era Natalie Wood.

Mi abuelo era uno de esos tantos personajes imprescindibles que necesariamente le otorgan un toque de color a los pueblos pequeños y que se replican sin solución de continuidad a lo largo y a lo ancho del país.

El hombre sabía vestir añosos zapatones puntiagudos negros y medias claritas que siempre le quedaban al descubierto porque cualquiera de los dos únicos pantalones negros que tenía eran de botamangas excesivamente cortas. Con frecuencia solía sacar del bolsillo trasero del pantalón un arrugado pañuelito que en épocas de esplendor fue blanco, y que utilizaba indistintamente para soplarse la nariz como para secarse la transpiración. Era algo parecido a un peluquero, y sus únicas herramientas de trabajo consistían en una vieja maquinita, una navaja, una tijera y un peine.

Unos pocos osados clientes, todos de la periferia del pueblo, confiaban en él. En ocasiones tomaba una valijita de cuero e iba a cortarles el cabello a algunos desprevenidos hombres de campo. Hasta el día de hoy evoco al gringo que se presentó furioso en la casa de mi abuelo cuando luego de mirarse al espejo comprobó que el abuelo, seguramente de puro distraído y charlatán, le había cortado parte del peluquín que hacía años el gringo utilizaba para disimular su prematura calvicie.

Todas las mañanas salía de su casa con un bolsito a comprar el pan. Desde su vereda le gritaba a la vecina del frente:

-¡Nelly! ¿Necesita algo de la panadería?

-Sí, don Velázquez, ya le alcanzo la bolsa y la plata, o mejor dígale a Francisco que me lo anote -contestaba la vecina.

Y ahí no más mi abuelo arrancaba hablando con ella a los gritos, y luego, sucesivamente, lo hacía de la misma forma con las dos o tres mujeres a las que también les retiraba el pedido. Pasado ese preludio llegaba a la panadería frente a la plaza, a poco más de tres cuadras de su casa. Contando el tiempo de charla con la clientela de la panadería y tras volver a conversar con todas las vecinas a las que les iba dejando el pan, mi abuelo regresaba a su casa aproximadamente tres horas después de haber partido. A mi abuela eso le molestaba bastante, porque, justo es reconocerlo, tenía muy poca vocación de socializar con la gente, otras de las cosas que contrastaba con la exagerada veta comunicacional del abuelo Agustín.

Mi abuelo era tan comunicativo y sociable que andaba incluso por lugares donde no tenía ninguna obligación aparente de hacerlo. Como aquella mañana que, enterado de un acto que se realizaba en la escuela del pueblo con motivo de una celebración patria, camino a la panadería, ingresó al colegio y comenzó a saludar, así de educado era, en un tono bien elevado:

-¡¡¡Buenos días, buenos días!!!

Como nadie le contestaba, sin poder sujetar el brío de su carácter reaccionó y con voz enérgica, los incriminó:

-¡Pero qué les pasa! ¿Están todos locos que no saludan? ¡Mal educados de mierda!

Todavía los viejos pobladores de aquel lugar se sonríen al recordar la cara que puso mi abuelo cuando, terminado el minuto de silencio que los asistentes en ese momento estaban haciendo, procedieron a saludarlo.

Pilar y Agustín discutían mucho, se peleaban continuamente. Paradojas del destino: falleció mi abuela y a los pocos meses él también se marchó. Estoy seguro que no soportó la soledad y ya no pudo seguir, agobiado por la ausencia de su compañera de toda la vida.

Conservo para mí una escena que perdura en mi memoria. Fue cuando murió mi abuela. Es un cuadro que no se me ha borrado a pesar del tiempo transcurrido y que recurrentemente se me aparece. Hablo de la figura de mi abuelo debajo de aquel enorme algarrobo del patio de la casa, llorando desconsoladamente, primero con un lamento conmovedor y luego a los gritos. Eran gritos que le desgarraban el alma y nos lastimaban a todos, gritos dolientes de un hombre que había transmutado su sonrisa en llanto. Y tal vez fue aquella su forma de preguntarle a la nada por qué acababa de llevárselo todo. Y lo veo... Lo veo nuevamente sacar del bolsillo del pantalón negro el pañuelito viejo y percudido y enjugarse una vez más sus lágrimas.

Mis abuelos se pelearon tanto como quizás se necesitaron. Recordándolos, llegué a pensar que aun no siendo esto lo ideal, tal vez en algunas relaciones afectivas, en ciertas relaciones humanas, a veces es posible pelearse mucho y al mismo tiempo necesitarse con la misma intensidad.

Etín Ponce

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