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Muchas son las propuestas para poder regular su uso: aplicaciones que miden la cantidad de veces que chequeamos el celular, otras que bloquean las redes para lograr productividad en el trabajo, y hasta bares y restó que promocionan como atractivo principal prescindir de Wi-Fi (el viralizado cartel de un bar que reza "Hablen entre ustedes" es el mejor ejemplo).
Tecnología21 de junio de 2016 La NaciónSin embargo, para muchos no resulta nada sencillo tomar las riendas de la situación y la verdadera solución termina siendo tan radical como anacrónica: decirle no a la posibilidad de acceder constantemente a aplicaciones, redes sociales y mails mediante smartphones para volver al célebre teléfono con tapita.
La vida es una y deberíamos pensar en qué gastamos nuestro tiempo. Eso parecen pensar no sólo excéntricos personajes anti techie o filósofos del siglo XXI, sino gurús de Silicon Valley, la editora de la revista Vogue Anna Wintour o celebridades de Hollywood como Rihana y Scarlett Johansson, que decidieron volver a usar celulares antiguos. Eso efectivamente piensan quienes luego de usar en forma desmedida el teléfono para chequear de forma obsesiva notificaciones decidieron volver a usar el teléfono celular para lo que originariamente fue pensado: recibir llamadas y también mandar mensajes. Eso tienen en cuenta quienes intentan no sucumbir al constante beep o ringtone que ininterrumpidamente nos demanda tiempo, energía, atención y se termina robando cada momento libre u ocupado que tenemos.
Probablemente tomando nota de esta tendencia y no por casualidad, Motorola haya sugerido mediante un spot por demás noventoso -que no tardó en viralizarse-, la vuelta en versión renovada de su clásico celular con tapita Razr V3, el más vendido en la historia de la compañía.
Permanecer aislados de términos como burn out, síndrome de la batería baja, nomofobia y otros tantos modos de llamar a la adicción, la dependencia, la saturación o el hartazgo que puede provocarnos nuestro propio comportamiento frente a la tecnología, parece ser el objetivo de varios jóvenes: "Yo quiero un teléfono que me permita comunicarme para hacer llamadas y mandar mensajes de texto. No quiero aparecer en WhatsApp y que me agreguen a un montón de grupos que mandan mil pavadas por segundo, o que me hablen todo el tiempo; no quiero estar presa de eso", sostiene Luciana Biazutti, profesora de física y química de 33 años.
Varios son los motivos que llevan a muchos a prescindir del smartphone. Pasear por la calle o el colectivo un objeto que puede valer veinte mil pesos no parece una opción conveniente en un país en el que se roban casi 300 celulares por hora, según datos de la Cámara de Agentes de Telecomunicaciones Móviles de la Argentina (Catema). Su presidente, Leonardo Rajchert, agrega otras características de este tipo de usuarios anti techie: "Hay un mercado que no quiere el smartphone, que quiere un teléfono para hablar solamente, algunos porque no están informatizados y no les interesa, pero también hay otro grupo de gente que no quiere estar hiperconectada porque dice «ya tengo suficiente». Por ahí está todo el día con la computadora en el trabajo y no quiere tanto exceso de comunicación. Y también está quien vendría a ser el adicto recuperado, que por ahí toma conciencia y se replantea que quiere otra cosa".
Es el caso de Natalia. En una etapa de su vida en la que se sentía ultrademandada por situaciones familiares delicadas, un trabajo nuevo y el hecho de haber vuelto al país luego de pasar más de dos meses trabajando y estudiando en Berlín, sintió que la demanda que le generaban todos los chats que recibía por parte de amigos que querían verla y charlar excedía su capacidad de respuesta. "Cuando volví a Buenos Aires me di cuenta de toda la energía que se me iba en eso, me la pasaba contestando cosas, mails, WhatsApp, y todo eso junto fue como una explosión y me sentí mal. Dije: «Tengo un burn out social». Además influye mi manera de ser, que intento ser cortés, no quiero clavarle el visto a la gente", confiesa.
Además de hacer catarsis en su muro de Facebook, por lo que automáticamente le bajó el caudal de demanda, se replanteó su conducta frente a la tecnología. "Me dije: «Tengo que cambiar algo para que esto no me haga mal», y me di cuenta de que tal vez la manera no sea dejar el teléfono inteligente, sino ser uno inteligente con el teléfono, manejar esto de otra manera para que la gente no se ofenda porque no le contestás, poder manejar un poco mejor los tiempos y empezar a acostumbrar a la gente a que tu tiempo de respuesta para cosas no urgentes es de dos o tres días", asegura.
Y es que la hiperconectividad no deja de ser una característica de época. En este sentido, Verónica Mora Dubuc, médica psiquiatra miembro de APA, analiza: "Parecería que el imaginario colectivo se centra en que si vos disponés de un dispositivo de esta naturaleza tenés la obligación de estar siempre conectado. Es una exigencia cultural que de pronto se encuentra con un sujeto que no puede poner sus propias barreras personales para neutralizar el empuje de la cultura".
Paralelamente, además de las demandas de tipo personal y afectivas, intervienen las profesionales. A diferencia de las rutinas laborales según las cuales un trabajo comenzaba a las 9 y finalizaba a las 18, el uso de smartphones y la disponibilidad constante borronea las fronteras entre los tiempos dedicados al ocio y a la productividad. "Lo que empieza a ocurrir en algunas empresas es que se adoptan tecnologías nuevas porque son funcionales a los equipos de trabajo, por ejemplo el WhatsApp. Depende de la cultura del trabajo, pero muchos mensajes se mandan para dar aviso más allá de si son leídos o no en el momento. Los equipos van armando modos de funcionamiento propios -afirma Paula Molinari, presidenta de la consultora Whalecom-. Siempre los cambios que tenemos traen dilemas nuevos. El dilema hoy es conexión versus tranquilidad", grafica.
Planteado en esos términos, Adam Burgess eligió la tranquilidad. Profesor de inglés canadiense que vive en el país hace 17 años, postergó todo lo que pudo la posesión de un celular y aún hoy se resiste a tener un smartphone: hace seis meses fue a comprarse uno, pero se arrepintió. Terminó llevándose un teléfono que sólo hace llamadas y manda mensajes; le salió 160 pesos y la batería le dura trece días.
Adam acepta que, de tener un smartphone, no confiaría en poder controlar su uso: "Es como Facebook, ahora abrí uno y me fijo todo el tiempo qué hace todo el mundo, y reconozco que es innecesario, pero igual lo hago. Es algo que no podés controlar, puede pensarse que es una herramienta, pero no es así, la tecnología es más fuerte que uno".
La clave parecería estar en intentar fortalecer las barreras ante la caótica marea virtual, o al menos ser más conscientes de nuestro comportamiento: "Regresar a estos teléfonos puede ser una buena respuesta a esta saturación de conectividad, y yo creo que de algún modo todos lo sufrimos y abrimos una puerta a una pendiente resbaladiza de la que ahora nos cuesta salir. Yo sin dudas recomiendo utilizar estas apps que miden nuestro uso del celular, al menos una vez para saber cuán pendientes estamos de nuestro teléfono, que es lo primero que vemos al despertarnos y lo último que vemos al acostarnos. Diagnosticar un problema requiere conocer información al respecto", propone Tomás Balmaceda, experto en social media y tecnología.
Mora Dubuc coincide: "En general, la estrategia preventiva frente a cualquier consumo problemático es siempre la misma: para empezar, tener una buena información; debería haber una buena difusión de los riesgos posibles frente al exceso en el uso. Y poder luego proceder a la acción: poner un límite, poner horarios, si es necesario cambiar de dispositivo, entrar a un restaurante y dejar el celular a un lado, regular, poniendo un límite saludable para el comportamiento".
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